El asesinato del fotoperiodista Rubén Espinosa junto a cuatro mujeres el pasado 31 de julio en Ciudad de México fue devastador para la multitud de reporteros que se han refugiado en las calles de la capital, huyendo de las amenazas de muerte en sus lugares de origen.
“La sensación de fragilidad es muy grande”, asegura Daniela Pastrana, directora de la organización Periodistas de a Pié que ofrece asistencia a informadores en situación de riesgo en México. “El asesinato de Rubén Espinosa ha hecho explotar la burbuja de protección que México DF representaba para muchos periodistas que venían de las provincias”, concluye Pastrana.
“Y ahora, ¿hacia dónde corro?, ¿para dónde me voy?”, se pregunta una periodista cuyo nombre pide que se mantenga en el anonimato ya que lleva años con protección policial en México DF. “Yo pensé que esa pesadilla se iba terminar pero veo que no”.
El propio presidente del país, Enrique Peña Nieto, se ha visto obligado a salir al paso de la multitud de críticas que ha recibido su gobierno y ha asegurado que reforzará el mecanismo de protección para los reporteros y que no dejará el caso de Rubén Espinosa impune.
Unas promesas que, según los sectores más críticos, suenan vacías en un país donde el 89% de los asesinatos y desapariciones de reporteros quedan sin esclarecer, según los datos que maneja la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH).
Las cifras son difíciles de digerir. La organización Artículo 19 ha registrado 88 periodistas asesinados en los últimos 15 años. El periodo entre 2006 y 2012 fue especialmente cruento: según datos del observatorio del Instituto Internacional de la Prensa (IPI, por sus siglas en inglés), coincidiendo con la ofensiva militar del gobierno de Felipe Calderón contra los cárteles de la droga, 54 periodistas fueron asesinados, 12 de los cuales en el estado más sangriento de México, Veracruz.
De allí procedía Rubén Espinosa, uno más de las decenas de desplazados que buscan refugio en el anonimato que ofrece una metrópoli con más de 20 millones de habitantes.
“Un periodista desplazado es como morirse y volver a nacer de nuevo porque te sientes desnudo”, cuenta uno de ellos en una entrevista telefónica con el IPI, “no tienes dónde dormir, no tienes qué comer, todas tus cosas, todas tus pertenencias, tu familia y trabajo, todo, se quedó atrás”. “Muchas veces”, continúa, “llegas con una mano por delante y otra detrás, y la angustia, la desconfianza y el miedo dura meses, a veces puede durarte años”.
Él también pide mantener su identidad en el anonimato porque teme por su vida. Ya no se siente seguro ni tan siquiera haciendo público su caso, “con lo que acaba de pasar”, dice, haciendo referencia al asesinato de Espinosa, “nos tenemos que pensar dos veces si damos a conocer nuestros nombres”.
El mecanismo de protección federal
Tras dos décadas dedicadas al periodismo, ahora se plantea abandonar el país. “Es muy difícil confiar en la autoridades de todo México”, asegura el periodista. “Vemos con tristeza que todos los que se llenan la boca y dan discursos diciendo que están ayudando a los periodistas, en realidad, no lo hacen”.
No se trata de una opinión aislada. El mecanismo de protección federal para periodistas y defensores de los derechos humanos, aprobado por ley el 25 de junio de 2012, ha sido objeto de numerosas críticas ya que el mecanismo presenta múltiples deficiencias.
La más grave, quizá, sea la lentitud en el proceso de evaluación de la situación del periodista y la implementación de las medidas de seguridad. Según el informe que publicaron las organizaciones no gubernamentales PBI y WOLA, de las 197 peticiones de protección que el mecanismo ha recibido en los dos primeros años, cerca del 75% han sufrido demoras en la respuesta e inclusión de los afectados en el programa.
Si bien el gobierno federal ha hecho un esfuerzo desde mediados de 2014 por mejorar el mecanismo y ha conseguido, con la ayuda de varias organizaciones internacionales como Freedom House, reducir el volumen de casos pendientes de resolución, el mecanismo presenta todavía numerosos desajustes como la eventualidad y escasez del personal que atiende a los periodistas, la inadecuada coordinación entre las entidades que deben responder ante un caso y la ineficacia de los dispositivos como los botones de pánico o teléfonos satélite para alertar a las fuerzas de seguridad.
Ante este panorama, el gobierno del distrito federal también ha diseñado un programa específico para Ciudad de México con el objetivo de dar cobertura a la multitud de reporteros que llegan desde todos los estados del país en busca de refugio.
La ley entró en vigor el pasado 10 de agosto e incluye medidas de carácter social, como es el hospedaje o la alimentación, medidas de prevención y protección, así como un sistema de emergencia con el que se pretende responder a una situación de riesgo en menos de 24 horas.
El jefe del gobierno del distrito federal, Miguel Ángel Mancera, reiteraba en un tweet su compromiso de garantizar refugio y protección a periodistas y personas defensoras de derechos humanos.
La connivencia del poder político y los cárteles, la raíz del problema
“Tras el asesinato de Rubén Espinosa te das cuenta de que la seguridad es una utopía y que los intereses políticos y económicos sobrepasan los conceptos de seguridad y justicia” asegura la periodista con protección policial.
Ella, cuenta, se escuda en el anonimato por miedo no sólo a la represalias de los cárteles, sino también a las presiones políticas que recibía cuando informaba sobre los crímenes en su estado natal: “Eran los propios policías quienes venían acompañados de los narcotraficantes a decirte que no fotografiaras la escena de un accidente de coche”.
“Y la pregunta es”, continúa la reportera, “¿cuándo voy a recuperar mi vida?, ¿cuándo voy a poder conseguir un trabajo o alquilar un apartamento sin miedo a dar mi nombre?”.
Como siempre sucede en estos casos, detrás de las estadísticas se acumulan historias de personas que viven incomunicadas, lejos de sus familias, que sufren depresión, angustia y miedo, y tras el caso de Rubén Espinosa, ahora también ven con cierta desazón cómo se derrumba el último bastión que les ofrecía cobijo para empezar de cero.
“Es muy injusto estar exiliado en mi propio país”, concluye la periodista, “sobre todo cuando uno no hizo nada y tienes que estar escondiéndote como si fueras el peor de los delincuentes”.