Mi país, México, es un país en el que cada 26 horas se reporta una agresión a un periodista. Desde el 2000, año de la transición política, han sido asesinados 82 periodistas y 17 más están desaparecidos. Es un país en el que el miedo y el silencio se han instalado en grandes regiones. Que, junto con Honduras, es considerado en todos los informes como el país más peligroso de América para ejercer el periodismo. El último informe de Artículo 19, presentado esta semana, confirma lo que ya sabemos: la mitad de las agresiones provienen de agentes del estado, y prevalece un esquema de censura directa o a través de la publicidad oficial, las prebendas, los acuerdos comerciales con medios de comunicación y la excesiva concentración de medios.
Pero México es también un país de periodistas valientes que en los últimos años se han rebelado contra ese destino de ser permanentemente los peones de un juego que no tiene reglas transparentes y que han salido a dar la batalla por la información, para que la gente en México y en el mundo sepa lo que pasa en el país.
Porque en México no solo los periodistas son asesinados. También los médicos, los maestros, ingenieros, luchadores sociales, campesinos y defensores de derechos humanos.
México es un país experto en la simulación. Firma y ratifica todos los tratados internacionales, pero no cumple ninguno. Con el mito de la “estabilidad social”, de que en México no había dictaduras como en el resto de Latinoamérica, un partido se mantuvo en el poder 70 años, y conservó la imagen de ser un país democrático, a pesar de que el mundo sabía que teníamos un sistema político autoritario y represor. La ola democrática que llegó del sur provocó en 2000 una transición que esperanzó a muchos, pero que no cumplió las expectativas más pequeñas, y por el contrario, el nuevo partido en el poder nos llevó a todos los mexicanos a una espiral de violencia, que aún ahora no sabemos cuando tocará fondo.
El temor y la muerte llegaron a nuestras puertas, a nuestras casas. Y sin saber cómo, sin estar preparados, los periodistas, nos convertimos en corresponsables de guerra en nuestra propia tierra. Primeros en la línea de fuego, caímos víctimas de una estrategia que usa el terror para ocultar la información, para enterrarla en fosas o diluirla en ácidos. Una estrategia cuyo resultado ha sido un bacanal de muerte y dolor, que ha dejado más de 26 mil personas desaparecidas y más de 100 mil asesinadas. Un país convertido en cementerio clandestino, donde la tortura y las ejecuciones sumarias se han normalizado, igual que el despojo de tierras a los campesinos, la desigualdad, la devastación ecológica y los feminicidios. Y donde la corrupción y la impunidad se extienden como cáncer y se filtran en todas las instituciones.
El regresó al poder del viejo partido hegemónico, en 2012, devolvió a los medios el chip de la pleitesía y las prácticas autoritarias. Como la del director de un periódico del sur del país, que a punta de pistola amenazó a sus reporteras y a su jefa de información porque había perdido “su candidato”, que además era familiar del director. O el de un medio nacional que despidió al equipo de investigación más sólido del país y a una veintena de periodistas que colaboraba con una conductora crítica, porque dos de los periodistas de la unidad de investigación participaron en una alianza de medios para promover la denuncia ciudadana de hechos de corrupción y violaciones a derechos humanos.
Pero para el mundo, México es una democracia.
Una democracia en la que de pronto, sin explicación, sin motivo, los mexicanos regresamos a las cavernas y empezamos a matarnos, a cortarnos cabezas y a colgarnos en los puentes.
No es así. En el complejo escenario mexicano hay también responsabilidades de la comunidad internacional y de muchos gobiernos y muchos periodistas que sólo voltean los ojos a México cuando las tragedias les explotan en la cara: con el levantamiento zapatista en 1994, con las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, con los 43 estudiantes desaparecidos en Ayotzinapa, Guerreo.
El resto del tiempo, México “no es nota”, en el mejor de los casos, porque en otros se le festeja, como cuando una revista nombró al Presidente Enrique Peña Nieto “el salvador de México”.
Y los gobiernos, también cierran los ojos, porque prefieren mantener acuerdos comerciales con un país que les da ventajas; un país rico en recursos naturales, que les cede la tierra y la mano de obra. Porque, hay que decirlo: detrás de esta brutal violencia que vivimos en México se negocia el control del agua, de la electricidad, del carbón, del hierro, del oro, del maíz, de la madera, y de muchos otros recursos que son vitales para nuestros pueblos y nuestras comunidades. Y los periodistas y defensores de derechos humanos pagan con su cuerpo la necedad de informar ese despojo a un mundo que quiere tener cerrados los ojos.
Muchos dirán que en México hay avances en libertad de expresión y que prueba de eso es que hoy estoy aquí, recibiendo un premio, y no estoy encarcelada por venir a decir esto.
Pero para que yo venga aquí a recibir este premio han tenido que morir 82 compañeros periodistas.
No uno. No dos. No cinco. Ochenta y dos.
Y es muy probable que mientras ustedes estén aquí, escuchándome, una colega esté recibiendo amenazas como esta, que me entregó una periodista antes de subir al avión y que decía: “resa la cuenta de tus madrugadas porque una no la vas a contar… no siempre te van a cuidar el trasero”.
Para desarticular esta máquina de miedo no es suficiente el valor, ni el coraje. Para desenmascarar la red invisible de la corrupción que une a los poderes político, económico y mediático necesitamos periodistas profesionales, trabajo en equipo, y la presión internacional.
Por eso es tan importante este premio.
Periodistas de a Pie, permítanme contarles, es un colectivo de periodistas que en principio buscaba sólo la profesionalización. Pero la realidad nos alcanzó. Sin proponérnoslo, nos convertimos en una central de alarma. En psicólogas. En amigas. En un espacio contra la desesperanza. El trabajo del equipo ha ido más allá de la denuncia, para transformar, con acciones, el respeto y la confianza por el trabajo periodístico. Para dignificar el oficio. Reconstruir un puente con la sociedad.
Hacer un mejor trabajo nos ha obligado, entre muchas otras cosas, a ser profesionales en un país en el que el casi todo el periodismo había decidido ceder ante el poder, acostumbrarse a reproducir los dichos de los políticos. Y reivindicar el periodismo y el trabajo colectivo nos ha permitido romper el silencio, para enfrentar la impunidad, para luchar contra el olvido.
Hemos crecido juntos, cada uno de los que formamos parte de la red, pero hemos crecido dialogando con los otros, porque el país se ve diferente desde el centro que desde los estados, desde el norte, desde el sur.
No ha sido fácil. Tenemos que usar nuestros tiempos libres, sacrificar a la familia. Enfrentar nuestros miedos y nuestras limitaciones.
Hace unos días, en un taller en Morelos, un estado que limita con la ciudad de México, un colega que fue secuestrado y amenazado por un grupo armado en febrero de 2014, nos contaba que sus captores no lo mataron sólo porque estaban muy fuertes las protestas por el secuestro de Gregorio Jiménez, un periodista de Veracruz que sí fue asesinado. La confesión nos conmovió profundamente. Porque entendimos que las protestas no le salvaron la vida a Goyo, pero si la de otros compañeros. Y esos esfuerzos, invisibles a veces, le dan sentido a cualquier desvelo.
Eso es la Red de Periodistas de a Pie, a la que me siento orgullosa, muy orgullosa de pertenecer.
Pero nosotros no somos héroes ni heroínas. Hacemos lo que nos toca hacer en un país que se desangra cada día. Sabemos que el periodismo es clave para vencer el miedo que paraliza a una sociedad y para mantener viva la esperanza. Y no tenemos derecho a claudicar. Al menos, no mientras haya periodistas en las regiones dando estas batallas.
Por eso, este premio no es sólo para los que formamos la Red de Periodistas de a Pie. Este premio es para todos los periodistas que están dando una gran batalla en México por desarmar la máquina de la muerte, por romper la censura, por denunciar la corrupción y las violaciones a derechos humanos. Por decirle al mundo lo que el mundo no quiere ver.
Este premio es para Regina Martínez, para Gregorio Jiménez de la Cruz, y para Moisés Sánchez, porque sus muertes provocaron una rebelión de los periodistas contra el miedo. Es para Armando Rodríguez y para todos los periodistas asesinados y desaparecidos, cuyas miradas y voces nos hacen falta.
Pero sobre todo, es para los periodistas que hoy están en la calle, dando la cara por un periodismo que sea útil a la sociedad. Porque su ímpetu y su tenacidad nos han dado lecciones de compromiso. Un compromiso que se suma a su vulnerabilidad y a veces, a la soledad. Para ellos, la red ha sido una casa. Para nosotros, ellos han sido una luz.
Este premio es para las valientes compañeras de la Red de Periodistas de Juárez y de la Red Libre Periodismo, en Chihuahua, que empezaron a replicar el trabajo colectivo; es para los compañeros del semanario Zeta, de Riodoce, del Noroeste, y de esos medios del norte que pioneros en la cobertura de la violencia.
Es para Nacho Carvajal, Rodrigo Soberanes, Félix Márquez, Norma Trujillo, Sayda Chiñas y todos los colegas de Veracruz, el estado campeón en agresiones graves a la prensa, el del gobernador que se autopremia mientras su equipo amenaza.
Es un premio para Ángeles Mariscal, Isaín Mandujano, Sandra de los Santos y los que en Chiapas enfrentan a un nuevo virrey. Es para Pedro Canché, periodista maya encarcelado desde hace seis meses por el delito de protestar por un cobro excesivo de agua. Es un premio para los colegas de Lado B y su capitán, Ernesto Aroche, que es un Quijote de la batalla por la transparencia; para los de Página 3, en Oaxaca.
Es un premio para los aguerridos periodistas de Guerrero, los “no alineados”, Vania Pingeaunott, Margena de la O, Arturo de Dios, todos los de Trinchera, de la Jornada, de El Sur; para Chava Cisneros y Sergio Ferrer, eternos enamorados de la montaña, y Jesús Benítez, el reportero más entrón de la Tierra Caliente.
Es un premio, por supuesto, para Jade Ramírez Cuevas, guardiana de todos nosotros, y del colectivo de Jalisco, Gricelda Torres, Alejandra Guillén, Rubén Martín. Un premio para los colegas de Morelos, de Nuevo León, de Coahula, y para los fotógrafos que no quitan la mirada de la tragedia de la migración centroamericana, Prometeo Lucero Javier García, Moysés Zúñiga.
Es para Daniel Lizárraga, Irving Huerta, Rafael Cabrera y Sebastián … despedidos en venganza, y no hay otra forma de verlo, por la investigación de la millonaria casa de la esposa del presidente. Y para Alejandra Xanic y todos los que dan la batalla por el buen periodismo: Lydiette Carrión, Luis Guillermo Hernández, John Gibbler, Majo Siscar, Témoris Greko, Eileen Truax.
Sin ellos y muchos otros que no menciono porque no acabaría en varias horas, la red no estaría aquí, siendo premiada, Sin ellos, que nos dan los ánimos, que nos muestran los recovecos de la esperanza, la red no tendría esta fuerza moral.
Este premio es también para todos los maestros y aliados que nos han compartido generosamente lo que saben. Son muchos, pero debo mencionar a cuatro que han puesto las bases en esta red: Javier Darío Restrepo, María Teresa Ronderos, Mónica González y Rosental Alves.
Y es, por supuesto, un merecido premio para este grupo de locos que hace casi 8 años decidió sumar esfuerzos y dar un tiempo extra para hacer lo que nos toca hacer en un país roto: buscar la manera de ayudar a salvar vidas. Pelear por el periodismo en el que creemos. Ese grupo, convocado por una gran periodista, que es Marcela Turati, está formado por luchadoras: Daniela Rea, Margarita Torres, Elia Baltazar, María Teresa Juárez, Verónica Díaz de León, Mónica González, y nuestras cuotas de género, Alberto Nájar y Pepe Jiménez. Y tiene además una base de periodistas jóvenes que nos empuja, nos obliga a ser mejores y no rendirnos: Celia Guerrero, Eduardo Sierra, Gonzalo Ortuño, Arturo Contreras, Agustín González, Lucía Vergara, Ana Cristina Ramos, Ximena Natera, Ignacio De Alba, Alejandra Ibarra, Thalía Guido, Luisa Cantú, Fernando Santíllán, Edith Victorino, Juan Caros López y Norma González.
Cada aporte, cada granito de cada uno de ellos, ha permitido que le estemos dando de nuevo sentido al periodismo en México.
Quiero terminar retomar las palabras de nuestra querida maestra Monica González, cuando recibió el premio Guillermo Cano – Unesco: “Si dejamos que se extinga el periodismo de investigación, si solo somos basureros de la sociedad, entonces el ciudadano no tendrá mapas que lo ayuden a vivir y a defenderse de los abusos Seguirá ignorando que sí tiene derecho al placer y a la felicidad”.
En nombre de todos los periodistas dignos de mi país, de todos los que cada día salen a la calle a hacer esos mapas y se niegan a ser el basurero de la sociedad, y que están dando la batalla por la información críitica y comprometida con la sociedad, agradezco este premio y les pido: “No nos dejen solos”.
Muchas gracias.